Imagen tomada del diario El País, 10 de marzo de 2019.
Poco
antes de las ocho de la tarde me encontré en la ciudad de Santiago de
Compostela con un ciudadano español con el que tenía que hablar de temas bien
diferentes al del feminismo. Sin embargo este copó nuestra conversación, para mi
sorpresa.
Surgió
de forma espontánea, no recuerdo si fue él o yo quien lo sacó a colación,
porque en las calles ya se escuchaban consignas a lo lejos y había en el
ambiente un movimiento de fiesta y dinamismo propio de una celebración. Era
obvio que mencionáramos lo que estaba pasando a nuestro alrededor, pero no
esperaba que tuviera un resultado tan revelador.
Se
podría decir que mi interlocutor representa el perfil de un padre de familia,
unos sesenta años, centrado, ideas propias y, aparentemente, instruido en
valores.
Me
espetó sin más que las manifestaciones del 8 de marzo hacen seguidismo de una
agenda política, que la ley contra la
violencia de género es innecesaria, que los agresores son "de otras
latitudes", que el feminismo debería señalar al islán como instigador de
violencia contra las mujeres, y otras lindezas.
Le
rebatí cada una de las andanadas que me sacó sin previo aviso, pero no me
dejaba hablar, sentí la necesidad de un mediador (o mediadora), que me lo
quitaran de encima, en fin, pero nadie acudía en mi ayuda, tuve que peleármelo
yo sola. Fue duro. Yo pensaba que ya no me podían ocurrir estas cosas, ahora
que las generaciones más jóvenes toman en serio lo de la igualdad de género, que
yo podría dedicarme a la poesía, pero comprobé que tengo luchas que librar y
que estas pueden asaltarme en el peor momento. Hay que estar preparadas.
Por
hablar con este hombre de forma acalorada llegué tarde a la manifestación y se
puede decir que no estuve presente, pues la idea de que debía rebatirle e, incluso,
instruirle, ocupó mi pensamiento toda la noche tras el desencuentro.
Lo que
piensa este varón, a quien yo pregunté por qué tiene esa beligerancia contra el
feminismo, representa el pensamiento del ciudadano medio. Me respondió que en
absoluto es beligerante con el feminismo.
Yo creo que es una persona reprimida y obcecada en lo cómodo, que niega
la violencia contra las mujeres para no tener que moverse de su posición.
Me
aseguró sin más que no es machista, le pregunté entonces por qué sabe que no es
machista, "porque lo sé. No soy machista" —aseguró—. Le hice la
observación de que no le creo, que, por el contrario, le creería si dudara
sobre si es machista o no, pero no me entendió. Es de los que piensan que la
idea que me forme de él se basará en lo
que me dice, no en lo que mis ojos ven y mis oídos oyen. Él, por su parte, no es ciego ni sordo, pero
no quiere ver ni oír. Vive en sus trece. Como él hay muchos y en eso pensaba yo
mientras las mujeres en la Plaza del Obradoiro reclamaban igualdad y ni un paso
atrás en la lucha feminista.
Me
quedé con las ganas de decirle que en mi entorno más cercano cuento a 8 mujeres
víctimas de violencia de género, que si me pasa a mí, también le ocurre a cada
uno de nosotros, en cualquier ámbito de la vida en la que nos movamos, si
miramos a nuestro alrededor, vemos violencia de género si la queremos ver.
Mis 8
mujeres las defino por su situación: 3 están muertas, una está desaparecida y
las otras 4 son supervivientes. De los agresores, 2 están fallecidos por suicidio,
de los seis vivos ninguno fue a la cárcel. Alguno de ellos fue investigado,
pero sin resultados definitivos.
La
conclusión que extraigo de mi estadística particular es que hay que trabajar con estas 4 mujeres
supervivientes para darles una calidad de vida exenta de violencia, de culpa y
de obstáculos. Debemos preguntarnos por la calidad de vida de las madres y de
sus hijos. Tenemos que exigir que la policía y los juzgados se empleen a fondo para que los delitos no
queden impunes, porque la sociedad debe resolver los males con castigos
ejemplares, como en otro tipo de delitos, ni más ni menos.
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